05 julio 2020

Mi Vida en Submarinos

MI VIDA EN SUBMARINOS
Bosquejo de un submarinista

En 1945, siendo alumno del Curso de Especialidad en Submarinos, se inició mi desempeño en la Armada como submarinista en 1os antiguos sumergibles “H”, de 430 toneladas y de 1917, y en los tipo “0”, de 1500 toneladas y de 1929. En estas unidades fui ocupando progresivamente los diferentes puestos ejecutivos hasta llegar a ser Comandante de un sumergible tipo “0” en 1956, teniendo el grado de capitán de corbeta.


Como bien lo pude experimentar, el servicio de submarinos “agarra” fuertemente. Quienes sirven en sus unidades disfrutan a plenitud sus actividades y sus contingencias. Naturalmente esto ocurre en quienes tienen suficiente vocación para sobrellevar las restricciones propias de la vida en submarinos y correr los riesgos que ésta tiene, todo ello con inalterable disposición y ánimo alegre y entusiasta.

Estas restricciones eran una dura realidad en esos antiguos sumergibles “H” y “0”. En ellos, los espacios en que podían moverse sus tripulantes eran tan reducidos que la sensación de encierro era muy viva, sobre todo estando el submarino sumergido.

Al respecto, es propio considerar que el común de la gente sufre algún grado de claustrofobia que se le hace más agudo en un submarino si se detienen a pensar que está encerrado en un casco de acero con muchos metros de agua sobre la cabeza, sin posibilidad de escape al aire libre. El auténtico submarinista no siente tales aprensiones sino que vive con tranquilidad y como cosa natural su enclaustramiento submarino. Yo tuve la suerte de no experimentar nunca claustrofobia.

Por las características de estrechez del submarino, que no son las naturales para vivir, y por el reducido número de sus tripulantes, la vida en un submarino es de convivencia y solidaridad muy fuertes. Todos llegan a conocerse en sus diversidades de caracteres, habilidades, sentimientos y reacciones humanas, logrando comprenderse y aceptarse con sus personales defectos y veleidades, sobre todo con sus lealtades y espíritu solidario; de suerte que se establece una gran camaradería y espíritu de cuerpo entre ellos. Además, el hecho de que en conjunto corran los mismos riesgos y estén entregados confiadamente a las decisiones del comandante, les genera un sentimiento de unidad muy sólido.

Hago notar que en los azarosos ejercicios en la mar de tiempo de paz, con mayor razón aún en las acciones reales de guerra, se da la situación muy especial que la vida de todos y cada uno de sus tripulantes dependa del Comandante del submarino.

Él es quien tiene el conocimiento y dominio total de la situación, por lo que pende de sus resoluciones el destino conjunto. Así ocurría en los antiguos submarinos “H” y “0” en los que no había otro medio de saber del exterior que el periscopio, cuya observación quedaba entregada exclusivamente al comandante en todas las acciones de ataque o de ser atacado, o en otras operaciones especiales, siendo él quien tenía el conocimiento y dominio de la situación. Podrá aducirse, no sin razón, que esto de depender vitalmente del comandante es cosa propia de todas de las unidades de combate, sean navales o terrestres. Pero es tan sólo en el submarino donde se da un compromiso colectivo de vida o muerte, pues todos quedan involucrados sin remedio. Esto hace que la idoneidad de un comandante de submarino para el éxito de las operaciones que realiza y para la seguridad de su nave, sea cuidadosamente valorada. Los submarinistas alemanes -mejor modelo que podemos tomar por su experiencia de paz y de guerra- llegaron a considerar como elemento objetivo de valoración de los comandantes, además de sus condiciones profesionales, el “factor de suerte personal” que llamaron factor “Q”. Tal consideración no es de extrañar, puesto que en la vida común y entre quienes nos son conocidos, podemos ver certeramente quienes tienen “buena estrella” en sus acciones y en su vida, y quienes son de mala suerte. Pero en la vida corriente, la buena o mala suerte de una persona la compromete a ella únicamente, en forma excepcional a otros, al menos en cuanto a riesgo de vida. En el caso del submarino, sin embargo, su tripulación está siempre comprometida con las decisiones de quien manda, sean ellas de vida o de muerte.

La Fuerza de Submarinos de Chile ha tenido desde sus inicios varias experiencias demostrativas de lo vitales que resultan la suerte y las decisiones de los comandantes. El hundimiento del H-3 en Talcahuano, en junio de 1919, es el primero y más notorio ejemplo de suerte. Tuvo la gran fortuna de que su accidente ocurriera en un lugar de solo 16 metros de profundidad en aguas de la base naval de Talcahuano, y con el hecho que la Armada contaba con tres grandes grúas flotantes. La maniobra de reflotamiento del submarino y el hecho de salvar a tiempo su tripulación fue posible por la baja profundidad y por el empleo de una de estas grúas. Pero, no ha sido ése el único caso. A través de los años, los submarinos chilenos han tenido situaciones de emergencias, aunque no de la magnitud y gravedad que tuvo la del H-3; eso sí que todas las situaciones en que un submarino ha estado en grave riesgo de tragedia no han sido noticiosas porque los propios submarinistas involucrados las han tomado como simples “gajes del oficio”. Y de ellas se ha salido bien por la acción combinada de una decisión oportuna del comandante y una buena suerte, ambas a la vez. A causa de estas escapadas providenciales, los submarinistas chilenos han acuñado desde hace tiempo el dicho de que “Jesucristo fue chileno... y además submarinista”. Y este dicho suelen usarlo como preámbulo o corolario del
cuento de una emergencia vivida en el submarino.

De mis experiencias personales en submarinos, recuerdo tres emergencias que vale
la pena relatar.

Emergencia en el H-4 “QUIDORA”
En 1947, en mi primera destinación como oficial graduado submarinista, fui designado tercer oficial del submarino “Quidora”, siendo su comandante el capitán de corbeta (Sm) Wilfredo Bravo Justiniano, y 2º oficial o Segundo comandante, el teniente 1º (Sm.S) Mariano Campos Menchaca. Ese año, quedaban cuatro submarinos tipo “H” en servicio activo, integrados en una flotilla que operaba desde la Base de Submarinos de Talcahuano. Los “H” eran pequeños sumergibles diseñados para operaciones costeras. Tenían una pequeña dotación de no más de 24 hombres y sus acomodaciones eran muy precarias, debiendo colgar “coyes” en los pequeños espacios disponibles. Carecían de regeneración de aire interior, de manera que a las ocho horas de una sumergida continua, se hacía sentir la falta de oxígeno: la respiración se tornaba más rápida y se aceleraba el ritmo cardíaco por cualquier esfuerzo o movimiento. En su navegación en superficie -para la cual no estaban diseñados- estos pequeños sumergibles eran juguete de las olas, cabeceaban y balanceaban endiabladamente aun en mar no muy agitada, siendo muy pocos los de su dotación que no llegaban a sentirse mareados. De modo que se sentía un gran alivio cuando se llegaba a la zona de ejercicios y se efectuaba la sumergida, porque bajo la superficie se hallaba una calma reparadora, pues el efecto de las olas se sentía en la forma de un suave balanceo. Con todo, precisamente por estas condiciones inestables e incómodas, los sumergibles tipos “H” resultaban excelentes buques para foguear a los submarinistas y fortalecerlos en su espíritu y entereza para enfrentar las precarias condiciones de vida abordo, las
eventuales contingencias y las emergencias inesperadas e insólitas.


Vale aquí hacer un paréntesis explicativo para un lector que nada sepa de submarinos.

Para su inmersión, un submarino tiene dos clases de estanques: los de “lastre “y los de “estiba”. Los primeros (de “lastre”) son estanques que se llenan completamente para sumergir al submarino y se vacían con soplado de aire comprimido navegar en superficie, dándole suficiente flotabilidad positiva al submarino. A su vez, los segundos estanques (de “estiba”) compensan los aumentos o disminuciones de peso que por distintas causas experimenta el submarino en su navegación sumergido, o entre una sumergida y otra, como ser, pérdida de peso por torpedos o proyectiles lanzados, consumos varios habidos, etc., y al revés por aumentos de peso al reabastecerse. Así, compensando las variaciones de peso del submarino con más o menos agua en los estanques de estiba, éste es dejado con flotación o densidad neutra, pudiendo desplazarse sumergido con ayuda de sus motores y de sus timones en un rumbo u otro y a mayor o menor profundidad. Valga esta somera explicación para que se comprenda mejor el percance sucedido en el H-4 “Quidora”.

Ocurrió en una salida a la mar del submarino con el objeto de efectuar ejercicios sumergidos en las afueras de la bahía de Concepción, a la altura de la Península de Tumbes y a 7 millas de la costa y doscientos metros de profundidad. Llegado a esta área, el Comandante dio las órdenes usuales de “parar las máquinas” y “aclarar para sumergirse”. A esta orden fueron paradas las máquinas diésel y conectados los motores eléctricos usados para la propulsión submarina, y el personal concurrió a ocupar sus puestos de sumergida en los cuales debían cumplir obligaciones específicas, como por ejemplo: cerrar o verificar cierres de las escotillas y de las tapas interiores y exteriores de los tubos lanza torpedos; abrir o cerrar válvulas del casco y de los varios ramales de cañerías que hay en el submarino; comunicar los relojes de profundidad; activar y probar los sistemas de gobierno en inmersión, etc.

Esto es, toda una serie de acciones para dejar impermeable al submarino y apto para
navegar sumergido.

En el departamento “Central” -donde se hallan todos los medios de información y de control y gobierno- estaba el puesto del Comandante y del Segundo, encargado este último de la estiba del submarino y de controlar el cumplimiento de obligaciones en ese departamento. A mi vez, como Oficial de Armamentos, yo era Jefe del Departamento de Torpedos, el primero de proa del submarino y contiguo al Central, y una vez cumplidas las obligaciones de sumergida y de comunicarlas al Central acostumbraba situarme junto a la escotilla de acceso a ese departamento, posición que me permitía informarme directamente de todo lo que se ordenaba y ocurría en el submarino.

Ese día, el Comandante, capitán Bravo, ocupó como de costumbre su posición junto al periscopio y luego de recibir la información de hallarse cumplidas todas las obligaciones de sumergida dio las órdenes acostumbradas: “Inunda Lastres Principales”, “Toda Fuerza avante los motores”, “Abajo el buque”. Al cumplirse estas órdenes el submarino debía perder su flotabilidad de superficie, inclinarse de proa y empezar a sumergirse, debiendo los timoneles de profundidad llevar al submarino a 12 pies, profundidad de observación por el periscopio.

Aquí debo hacer un paréntesis. Para saber el nivel de profundidad del submarino había frente a los timoneles dos grandes manómetros o relojes graduados: uno, de 0 a 30 pies, margen en que se realizaban las operaciones normales del submarino, y el otro, hasta 60 pies, máxima profundidad de operación. A profundidad mayor, lo que era inusual, se podía saber ésta en un nivel de presión vertical conectado al mar directamente, cuya graduación llegaba hasta 150 pies, pero su ubicación entre las cañerías del “manifold” de válvulas de los estanques, hacía dificultosa su lectura, no requerida para el gobierno del submarino en inmersión. Sin duda, las profundidades de operación de estos Submarinos, que eran de operaciones costeras nada más, resultan ahora altamente ridículas en comparación con la de los submarinos actuales que pueden sumergirse a centenas de metros. Pero hay que tener en cuenta que los “H” eran de 1914 y habían dado vida al Servicio de Submarinos de Chile, y treinta años después, aun con sus restricciones y riesgos, se prestaban muy bien para realizar la instrucción de los submarinistas y mantener la continuidad del Servicio.

Aclaro además que estos pequeños y vetustos sumergibles tipo “H”, ya de 30 años, tenían limitada su profundidad por prevenciones de seguridad a no más de 60 pies (18 metros). Esta limitación operativa fijada a estos submarinos “H”, se justificaba por estar ya excedidos de su límite de vida.

Tanto era así, que el submarino “Quidora” de nuestro relato, junto con otros tres submarinos de su tipo, fueron dados de baja al año siguiente y enviados a desguace; y los dos “H” restantes sufrieron la misma suerte tres años después. Ahora vuelvo a mi relato. Al iniciarse la sumergida, todos los que ocupaban puestos en el Departamento Central (Comandante, Segundo y otros cinco hombres) fijaban la vista en el puntero del reloj de baja profundidad que al desprenderse de “Cero” indicaría el inicio de la sumergida del submarino.

Esta vez, a pesar de estar abiertos los desahogos de los estanques de lastre y supuestamente ya
llenos, el puntero siguió pegado a la línea inicial indicando que el submarino no se sumergía.

Presumiendo que el submarino estaba demasiado “liviano” por no haberse hecho bien la
corrección de pesos, el Capitán Bravo dejó de lado al teniente Campos responsable de la “estiba”,
y sin más verificación ordenó directamente echar agua al “0”, estanque central de estiba. Aun así
no hubo muestras de reacción en el manómetro, por lo que insistió en ordenar más y más agua al
“0” hasta que se llenó este estanque sin que hubiera alteración alguna en los relojes de profundidad. Era un hecho insólito que entró a preocupar todos. Entre ellos al capitán de corbeta Federico BARRAZA Pizarro, también submarinista, que estaba invitado abordo, quien inquieto por esa anormalidad y demora en la sumergida, sintió curiosidad por saber qué estaba sucediendo en la superficie y observó por el periscopio y en lugar de la superficie del mar y el cielo azul que él esperaba ver, sólo vio una masa obscura de agua verdosa indicadora de que el periscopio estaba
bajo el agua y a bastante profundidad. Lanzó entonces un garabato y exclamó alarmado...
¡Estamos sumergidos! Así que, con todo el exceso de agua echada en el estanque “0” y la
inclinación de sumergida tomada dando toda fuerza avante los motores, el submarino debía estar
ganando rápidamente profundidad hacia el fondo de 200 metros (660 pies), y no se sabía en qué
profundidad iba ya el submarino...... La expresiva exclamación del capitán Barraza provocó la
reacción inmediata del comandante del submarino, capitán Bravo, quien sin dudar un segundo ni
verificar nada ordenó sop1ar los estanques de lastre y reforzando su orden soplar con aire de “alta
presión”, usado en urgencias extremas. Y como los segundos contaban, él mismo se lanzó a abrir
las válvulas del soplado, mientras ordenaba: “Parar los motores. Timones todo de aflorada”.

Era lo único que cabía hacer. A su vez, el teniente Campos reaccionó con la misma prontitud de
Bravo y verificó entonces la conexión al mar de los relojes de profundidad hallándola cerrada, al
abrirla los punteros saltaron hasta sus topes máximos y quedaron allí vibrando, indicando que
habíamos sobrepasado ya los 60 pies de profundidad ¡sólo Dios sabía cuánto! La gravedad y
urgencia del caso se hizo muy real y dramática para todos. Quedamos tensos e inmóviles oyendo
muy nítido el silbo del aire fluyendo por las cañerías y entrando a los estanques de lastre para
desalojar agua y alivianar el submarino. En eso se estaba, cuando se oyó la voz calmada de un
cabo mecánico que tuvo la iniciativa de observar el nivel de presión: “¡Profundidad 120 pies!...

Aumentando lentamente”. Estábamos, pues, al doble de la profundidad de seguridad del
submarino, y seguíamos bajando aunque en forma lenta, indicio favorable mas no suficiente para
aliviarnos de la tensión que experimentábamos.

Consciente que no había nada más que hacer que no fuera esperar y sintiéndome extrañamente impasible –lo que me sorprende ahora que lo escribo-, centré mi atención en las válvulas de casco que existían en el departamento de Torpedos a mi cargo, y en las corridas de remaches de los estanques de lastre cuyas partes superiores eran visibles; imaginaba que el material cedería en una de estas válvulas o corridas de remache y se produciría la primera irrupción del agua de mar, si no el colapso del casco. Hasta eso no más llegaba mi pensamiento y mi inquietud en ese momento.

A 130 pies el submarino detuvo su descenso, la columna de agua del nivel quedó estática por un momento y luego empezó a disminuir: el submarino iniciaba su ascenso a la superficie. Cuando en el reloj de alta profundidad vimos que el puntero se desprendía de su tope máximo y empezaba a marcar 59......58.... 57...56 pies, señalando una disminución cada vez más rápida de la profundidad, sólo entonces nos volvió el alma al cuerpo, dimos un gran suspiro de alivio y volvimos a respirar tranquilos... ¡Estaba bajo control al submarino!

Afloramos y regresamos a la base. Habíamos agotado los bancos de aire y no estábamos en condiciones de volver a sumergirnos. Tampoco lo estaban los ánimos. En los escasos minutos de esa sumergida, habíamos pasado instantes de gran ansiedad y angustia.

Cuando revivo esos momentos me admiro de que ninguno de quienes tuvimos plena conciencia
del percance mostráramos nerviosismo ni temor, sólo tensión en los rostros. De lo que estoy
seguro es que nadie tuvo noción del tiempo real que se vivió, pero el riesgo que se corría hizo el
tiempo interminable para todos. De regreso a la base, abundaron los comentarios. Todos
concordamos en que habíamos estado en un tris de quedarnos para siempre en el fondo a 200
metros de profundidad.

Esta experiencia fue mi primera enseñanza práctica de que los accidentes siempre ocurren por una coincidencia de errores u omisiones. En este caso, el primer error lo cometió el Comandante, quien debió estar observando por el periscopio para verificar que el submarino iniciaba su sumergida y el área circundante se mantenía clara de otros buques. Era el procedimiento usual. El segundo error concurrente provino del hombre que cubrió el puesto de “timonel de sumergida” quien era el encargado de conectar los relojes de profundidad, omitió esta acción e informó cumplidas sus obligaciones de sumergida. Resultó ser un neófito que reemplazó al titular, quien había quedado en tierra con permiso. El tercer error lo cometió el Segundo Comandante que, responsable del departamento Central, no verificó el cumplimiento de las obligaciones de este nuevo timonel. Por último, concurrió el factor “suerte”, sin el cual no estaría yo contando el cuento, lo aportó el capitán Barraza de visita a bordo, quien tuvo la iniciativa de mirar por el periscopio y dio la alarma justo a tiempo para que reaccionara el comandante y diera las órdenes para detener el descenso incontrolado del submarino. Fue el hombre providencial que salvó la situación.

Sin duda, pues, “Jesucristo era chileno y además... submarinista”.

Oscar BUZETA Muñoz
Vicealmirante